La música tropical en el Perú existe hace más de cuarenta años. Los Shapis son parte de esta hace treinta. Musicalizan vivencias y personajes que el camino, lentamente, muestra: el trabajador ambulante, el borrachito borrachón, el chofercito carretero y alguna mujer amada que un buen día se marchó sin un adiós. 
Entre esquina y esquina hasta plazas o estadios. No importa donde se encuentren. Ellos repartirán su Chicha rica, Chicha de la buena.

Si más poder quieres, sacar la chicha tú debes

Con una luna a medio desaparecer, el escenario de Los Shapis brilla. Primeros treinta minutos del día pasaron y los "pericotes" o vigías de bailarines improvisados de Ramiro Prialé —Ate Vitarte— esperan el momento oportuno para atacar. Solo tantean el terreno de juego. Una mamá con bebé en brazos y seno derecho sin el cuidado de su sostén entrega a su crío la lactancia necesaria para que calle y de un lado para otro, al ritmo del Aguajal, responde las señas de su marido para comenzar el já, já, já. El que no llora, no mama. 

Si se marchó sin un adiós que se vaya, ¡que se vaya! Amores hay, cariños hay. Todititos traicioneros. Todititos embusteros. El aguajal de este lugar solo sabe mis sufrimientos. El papayal de ese lugar solo sabe mis tormentos. Llamo aquí, llamo allá sin que nadie me conteste. Miro aquí, miro allá porque nadie se aparece.

Alzan y bajan los brazos al unísono, tambaleos constantes y caderas de lado a lado. La masa se mueve. En cada momento, los índices y pulgares forman pistolas de carne y hueso. Lanzan balas imaginarias al cielo y suelo. A su vez, los "pericotes" rondan como los perros en busca de comida. Miran tu pose, de pies a cabeza, de lejos o de cerca. Cuidado que la chicha se ha macerado. Jaime Moreyra, “El Caballero de la Guitarra Chicha” y Julio Simeón, “Chapulín, el dulce” o “el niño terrible de la Chicha” son los responsables. 

Con 33 años en la escena artística, Los Shapis siguen el camino de propulsar y difundir por todo territorio peruano, americano y europeo su género musical: "La Chicha". Jaime y Julio fundaron el grupo en Huancayo el 14 de febrero de 1981. Llegaron a Lima dos años después para quedarse. Iniciaron una corriente que generó estudios sociológicos a donde iban. En 1985, la agrupación fue aplaudida por su cumbia rock y confundidos como “colombianos” en el Festival de las Juventudes Nor Sud ‘85 en Francia. 

De regreso a la patria, seguros de que tocaban Huayno con ritmos tropicales, decidieron buscar un nombre que los identificara como peruanos. “En el Imperio Incaico había una bebida ceremonial: la chicha. En todos los puntos cardinales del país se sigue bebiendo. Somos hijos del maíz. En la selva encontramos el masato. En la sierra, la chicha de Jora. Aquí tenemos la chicha morada. Somos ricos en tener tanta variedad”, dice Jaime. Él asegura que no es un término despectivo y es mérito de Los Shapis que este ritmo peruano tenga nombre propio. 

Saben bien que el Rock y sus variantes siempre fueron elementos clave de la Chicha y de sus progenitores: la cumbia amazónica y la costeña. “Darle el nombre de chicha a nuestra música era crearnos una identidad. Nosotros hacemos buena música. No es justo que le demos el nombre de un ritmo que tiene acervo en otro país”. La historia guarda su música rica: más de 370 canciones, más de 35 LP: Dulcemente Chicha (1987), Rica Chicha (1988), 5 Estrellas en Chicha (1988), Vientos de Chicha (1993), Chicha con saya (1998), etc.


De lunes a viernes, a partir del mediodía y por 30 minutos en Radio Fiesta 105.5 FM se emite el programa Shapimanía que entrega los éxitos de oro de una banda legendaria popular. Anuncia que el 12 de julio de 2014 a partir de las diez de la noche en la Cooperativa Ramiro Prialé, altura del kilómetro nueve de la Carretera Central, Santa Clara en el distrito de Ate Vitarte, se desarrollará un concierto de chicha, de vida y de dicha.

Nueve y media de la noche. En un lugar denominado “La Curva” en pleno cerro Arena de Ate Vitarte se ubica un escenario con cinco micrófonos auspiciado por la cerveza Cristal, la cerveza de los peruanos. Coasters o combis pequeñas con las palabras Arriola, Parada, Vitarte, Acho, Callao están estacionadas a su alrededor. Colores azules, rojos, amarillos, verdes y fucsias los atraen.


—Hey, hey sí—dice el personal de Eventos Lencho—. Probando uno, dos.


Una señora con picahielo en mano procede a desastillar los enormes bloques de hielo apilados en pleno suelo. Los destruye por la mitad con su punta. Levanta uno como si nada. No le importa quemarse tras cumplir con su objetivo: guardarlo en uno de los dos puestos de venta de cervezas para empezar a helar las más de 50 cajas carmesí que guardan doce botellas de 650 ml; cada una cuesta seis soles. Tomar en exceso es dañino. 

Los perros y las pulgas juegan con los niños en bividí sin importarles la noche fría de uno de los cerros de Ate Vitarte. Un perro quiere ingresar al restaurante al paso San Andrés Caldo de Gallina Chifa por las piernas de su mesera y probar las sobras de los comensales que gastaron entre tres a cinco soles. Ella no se lo permite. El animal solo olfatea cáscaras de huevo en el piso de cemento húmedo por las claras y el zumo de varios limones.

Frente a este lugar se encuentran cinco vagones propiedad de la municipal que sirven de policlínico y la competencia “El Sabrosito”. Éste prepara también Caldo de gallina y Chifa. La única diferencia es que viene con Broster. A cuatro casas del puesto de comida San Andrés, la I. E. P. Mi Dulce Niño Jesús R.D.R N° 05772 es el cuartel del único vigilante de Ramiro Prialé. Lo protegen pozos y baldes de agua cubiertos por triplay asegurados con ladrillos para que el polvo, los mosquitos y enfermedades no contaminen más el agua tratada.

Diez y veinticinco de la noche. Hay movimiento en Ramiro Prialé. Los dueños de las coasters estacionan detrás del estrado: cochera y baño oficial del concierto. Se aproximan más invitados. La seguridad contratada hasta las cuatro de la mañana se largó por miedo. El único vigilante municipal pide apoyo y un patrullero con dos serenos se apresura a posicionarse para controlar a las más de cincuenta personas que caen a esa playa de estacionamiento rural tras pasar por angostas y serpenteantes calles con huecos y rompe muelles naturales.

Niños juegan entre los fierros que mantienen firme la base derecha del escenario y los amplificadores enormes al frente. Desde las casas aledañas, caritas se postran en sus ventanas para escuchar y observar a la mancha alegre.

Corazón Norteño aparece en escena. Dos señoritas con vestidos enterizos rojos se liberan de sus sacos largos. Entran en calor y bailan, rápidamente, con cuidado por los taco aguja al compás de sus tambores. Personal de eventos “Lencho” saca de su escondite una inmensa lona blanca para separar el consumo de productos y servicios de ese lugar. Así se vuelve privado.


Los Shapis llegan a las 10:50. Los ocho integrantes: tambor electrónico, timbales, dos guitarras, pandereta, Chapulín y el Shapianimador están listos.

—¡La entrada hoy es completamente libre para poder bailar, para poder gozar con la mejor música y estilo de los grandes Shapis del Perú, América y del mundo!—inicia el Shapianimador—. ¡Han venido a festejar por anticipado las fiestas patrias!


Los espectadores colocan sus saludos, nombres y declaraciones en etiquetas rasgadas de sus cervezas para que sean anunciadas.

—¡Que salga Chapulín, el más grande! —gritan desenfrenadamente—. Los Shapis al estrado: camisa blanca, pantalón oscuro, saco manga cero y zapatos charol negro con sus franjas de colores representativos: azul, rojo, naranja y amarillo. —¡Las manos arriba los hinchas de los Shapis!


La humareda generada por el caldo de gallina hirviente y bostezo de los ambulantes se combinan con el tufo y nicotina barata de alcohólicos anónimos. 

La gente estalla con la primera canción de su repertorio. Me llaman borrachito borrachón, me dicen borrachito borrachón. No saben que me matas de dolor, no saben que me muero por tu amor. No tomo porque me gusta el licor, yo solo quiero olvidar tu amor. Las parejas empiezan a balancearse con una especie de mixtura entre huayno y cumbia colombiana. Hay zapateos breves. Levantan sus índices y pulgares. La Chicha comenzó.

Son las once de la noche. Grupos de solteras gritan. Grupos de solteros silban. Recogen sus botellas empotradas al suelo, entre sus piernas, para servirse a tope en los vasos de plástico que otorgan los dos puntos de venta autorizados. No les importa que el frío cale hasta los huesos.

El pampón está inundado de señoras y señores, vendedores ambulantes, choferes y cobradores de buses locales. Todos bailan con: Chofercito carretero llévame, llévame lejos. Siento que me desespero si la llamo y no viene. Me dicen que no me amas, me cuentan que no me quieres. Ya no quiero yo la vida si tu amor de mi se olvida. Ven mi cholita si estás solita. Te necesito. Ven mi amorcito. 

Un hombre orina a un metro de las escaleras del escenario. Acaba. Entusiasmado, se dirige a bailar con Chapulín, el dulce mientras se tambalea con una sonrisa de oreja a oreja y ojos casi cerrados. Al pequeño gigante de la Chicha parece no importarle: agacha cabeza, escucha palabras ebrias y asienta cada vez que el shapifanático se atraganta con sus palabras, hipo y olvidos.

Arrojan cerveza como si fuese champagne en el último día del año o de sus vidas. Los varones al conocer la sorpresa de la noche agitan sus botellas. Lanzan chorros y chorros de espuma blanca: Jaime cumple un año más de vida y de éxito. El cumpleaños feliz termina. Agradece las expresiones de cariño.


—Por mera casualidad y pura coincidencia porque el trabajo es así —dice Moreyra, cogiendo su apreciada guitarra—.Ambulantes somos en esta vida. Hoy estamos aquí. En esta hermosa cooperativa Ramiro Prialé tendremos muchos recuerdos.


Venturo Moreira Mercado es el hombre detrás de la guitarra, Jaime Moreyra es su alterego chichero. Nació en Juliaca, provincia de San Román, en Puno hace sesenta y cuatro años. “El 13 de julio es el día de San Aventuranza, mi padre llegó a registro civil con el nombre Venturo, mi madre quiso que fuera Jaime desde un principio. Éste último quedó de cariño. Luego, cambié solo la i al apellido y se convirtió en mi seudónimo: Jaime Moreyra”. 

Hijo mayor, de madre y padre, de tres. Vivió en Arequipa, en Sicuani, en Cusco y en Lima, a donde llegó “por la migración del hombre andino a la costa que se empezó a dar desde el año 62”. Director musical, guitarra líder, compositor y fundador de Los Shapis, la locura de los ochentas por melodías y letras que atrajo a parte de los peruanos que necesitaban redescubrir su identidad. 

Autodidacta por excelencia: se inició en la música en los días finales de su vida como escolar. Un tío le regaló su primera guitarra: era de palitos y tenía una sola cuerda. A partir de eso se empeñó en lograr tocarla. El aprendizaje fue difícil, sin profesores que lo guiaran, solo con tenacidad y unos manuales. “La primera canción que logré sacar fue El Lamento de tu voz de Manolo Galván”, recuerda.

Jaime Moreyra pasaría por diversos grupos en su camino a Los Internacionales Shapis, influyendo en su sonido metalero: “con mi banda de barrio, Los Helios, íbamos a todo tipo de eventos: matrimonios, quinceañeros, despedida de solteros, etc. Tocábamos Michael Jackson, Bee Gees, pero también cumbia de los 70’s, que estaba de moda. Ese Rock que muchos creen es gusto exclusivo de las clases acomodadas o de grandes ciudades, por décadas fue fuente de inspiración también para la música del pueblo”. Jamás se perdió el Rock, y a nivel latinoamericano fueron los pioneros en re-interpretar estilos, originalmente, caribeños o colombianos en aquel formato: guitarra eléctrica, bajo y batería. Se reveló una cultura exótica, no tan lejana.


Domingo 13 de julio, Chapulín dedica a su compañero de mil batallas: Ayayayayay que triste es vivir, ayayayayay que triste es soñar. Ambulante soy, proletario soy. Ambulante soy, proletario soy. Vendiendo zapatos, vendiendo comida, vendiendo casacas mantengo mi hogar. Ambulante soy, proletario soy. Ambulante soy, proletario soy.

Percy Palacios, “el fotógrafo de las estrellas”, atrae a la masa con el flash de su cámara Canon Rebel XSi para ganar unos siete soles ($2) por imagen. Él lo imprime al instante. Ya ganó treinta soles en una de sus expediciones. Contento se dirige al punto de encuentro que prometió a los chicheros para fotografiarlos en pleno escenario con sus ídolos. El día recién empieza. Él aprovecha. “Esto es una simbiosis”, dice, cogiendo celosamente su fuente de trabajo con una sonrisa pícara. Cualquier asociación en la que sus miembros se benefician unos de otros: los vendedores ambulantes, los organizadores, los puestos de comida, los cerveceros y cerveceras. Todos ganan.

La guitarra de Moreyra se luce nuevamente. Existe una analogía de Jimmy Hendrix es al Rock & Roll como Jaime Moreyra es a la Chicha. Él lo toma con mucha estima, pero aclara que no toca Rock y que es cuestión de ponerle alma, corazón y vida a la ejecución. Su presencia en Ramiro Prialé culmina: las leyendas vivientes se despiden con el pío pío. Los zapateos son tan fuertes que levantan demasiado polvo. Parecen odiar la idea de que su cerro no tenga asfalto. Se intoxican por los decibelios, convulsionan por las melodías.

—¡Chapulín, te amo!—gritan desenfrenadamente—.Los Shapifanáticos se entregan varios y severos golpes al pecho.

Los Shapis se despiden con un estruendoso: ¡Chau!

                                                      

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Se dirigirán a Manchay en el Shapimóvil, el camino es largo y la banda cierra los ojos por una hora. Jaime Moreyra duerme con una cierta sonrisa entre suficiente y satisfecha en el asiento de copiloto con su guitarra eléctrica, una Stratocaster Americana, componente fundamental al mostrar versatilidad y demasiados timbres, convirtiendo a la Chicha en un género sin igual. Quizá sueña con el momento en que conoció a Julio Simeón.

Chapulín pertenecía al grupo Los Ovnis mientras Jaime estaba en Karicia. Sus grupos se batieron a duelo, así que el guitarrista sabía que rondaba “un cantante bajito, no gordito todavía, bien movido”. Como él, Chapulín también se retiró de su agrupación y estaba dedicado a la agricultura cuando se encontraron en una escuelita de Huancayo, que era alquilada para eventos tropicales, en Chupaca, el pueblo de “Chapu”. Ambos se dieron cuenta de que no tenían ningún proyecto y decidieron juntarse para hacer música. Fueron los primeros en tomar el nombre de una danza tradicional "Los Shapis de Chupaca" y decir sobre el escenario a viva voz: Soy provinciano en una época en que la discriminación azotaba sin piedad a esa oleada de inmigrantes que huía del terrorismo y que buscaba un futuro mejor para sus familias. El 14 de febrero de 1981 salieron a tocar en el Coliseo Regional de Huancayo. Así nació el grupo que significa hombres valientes, guerreros elegantemente vestidos y que sus palabras son ley. Por lo tanto, entre ellos no existe ningún papel firmado. Solo fidelidad.


Son las dos y seis de la mañana y se abre el portón. Las cerveceras se retuercen por sus gritos, los cerveceros corren hacia allá; y por el portón, lento, como exhausto, quiere mantenerse cerrado pero no puede: lo someten. Aparece una furgoneta para máximo diez personas. Hay empujones, golpes al Shapimóvil, expectación. ¡¿Qué pasa?! Llegaron al local “La Parrandita” de Manchay: Los Shapis del Perú. Se calcula unas mil personas que conforman la masa. Llegaron cuando el jolgorio está en su punto.  


—¡Chicas tómense el pulso, pero tómense algo! —dice el Shapianimador—. ¡Ahora, hay que aplicar la quinta palabra de Jesús en la cruz: tengo sed!


Les regalan tres six pack de cerveza Cristal. Chapulín agarra uno para pasárselo por el cuello. Termina de refrescarse y lanza a un costado ese grupo de latas. No le importa porque no toma. Julio y Jaime otorgan el ejemplo a la agrupación. Respetos guardan respetos. 

"Chapu" no quiere cerveza. Prefiere su manzanilla hirviendo a ras en la tapa de un termo grande que bien podría confundirse con la mitad de una pierna suya. Los integrantes de seguridad, músicos y organizadores preguntan: ¿Qué es eso? ¿Cuál es el trago que entrega magia a la voz inimitable para éxitos de oro chicheros? Para ellos, Chapulín, el dulce es todo un showman.

El pequeño gigante del escenario es una persona extrovertida que para fregando a quien pueda. Eso significa Chapulín: un saltamontes que jode y jode. No obstante, todos sus éxitos son premios al sacrificio que realiza. Solo lleva una vida metódica. La seriedad lo abarca cuando habla del negocio musical: “Nosotros no mezclamos los asuntos personales con el trabajo como sí lo harían los churupacos de la música. Los churupacos son esos figurettis que se pintan el cabello y en el fondo no son nada. Nosotros lo tomamos como un proyecto para brindar cultura. Buscamos que el género Chicha sea reconocido como folklore en el Perú”.

Tres y treinta de la mañana. Se comienza a reventar los acordes melancólicos de la "Chicha saya": Somos estudiantes, somos el Perú. Somos profesores para nuestra niñez, médicos seremos para la orfandad. Somos ingenieros para nuestro país, arquitecto somos de nuestro destino. Somos abogados de los humildes. Diez minutos después el único fotógrafo en "La Parrandita" de Manchay junto a un miembro de seguridad crean negocio con la imagen de los principales chicheros. Entregan tickets para mantener el orden. 

Una larga fila de Shapifanáticos ebrios y desesperados esperan. Ingresan de uno en uno, a veces dos o tres a mitad del escenario en plena canción. Chapulín solo alza el pulgar derecho y sonríe. Recibe besos en todas partes del rostro y abrazos. No importa donde estén. Desde fiestas entre esquinas y esquinas hasta plazas o estadios, ellos repartirán orgullo y alegría. Son hombres que disfrutan y disfrutarán todavía más porque brindan su vida, chicha y dicha con alma y corazón a cada interpretación.